Kevin dejó de ser Kevin a los 20 años. Desde entonces todos le conocen como ‘Smiley‘. Sonrisas se crió en la granja lechera que su familia regentaba en Pungarehu, una pequeña localidad costera de la isla norte neozelandesa, frente al Mar de Tasmania. Allí forjó su cuerpo de segunda línea que acabaría liderando la delantera de Taranaki, el equipo de aquella recóndita esquina del mundo. Vistió la camiseta de los Toros durante 167 partidos siempre con una sonrisa que nunca borraba de su cara mientras laminaba a todos sus rivales con su devastador despliegue físico. De ahí su apodo.

El joven Kevin enfilaba cada mañana en una vieja camioneta la comarcal 45, conocida como la Autopista de los Surferos, para recorrer los 40 kilómetros que le distanciaban de New Plymouth, donde acudía a la escuela Francis Douglas College. Duro, comprometido y bromista rápidamente se convirtió en uno de los líderes del equipo de la escuela hasta que avanzada su adolescencia decidió abandonar los estudios para dedicarse a lo que siempre había querido: ser granjero. Algo lógico en un país con 45 millones de ovejas y 4,6 millones de habitantes.

El deporte era una válvula de escape habitual en la familia, que vivía entregada a la granja. Su padre Ted había jugado al rugby en la escuela y como buen hijo de irlandeses había probado con el boxeo. Aunque finalmente se decantó por algo más llevadero, el cricket. El padre de Smiley había perdido a sus padres con 15 años y había tenido que salir adelante con sus dos hermanos como había podido.

Kevin conoció a Robyn con apenas 20 años. Fue su primera novia, la única. No tardaron mucho en casarse. ¿Para qué perder tiempo?, pensó Smiley, que había aprendido en la granja que no debes dejar para mañana lo que puedas hacer hoy. Alternaba los duros trabajos en la granja con sus partidos en Taranaki, donde ya era toda una celebridad. Hasta que un día Robyn se sentó frente a él y le dijo muy seria: «Podemos irnos a Europa, conocer Irlanda o intentarlo en Francia. Seguro que habrá equipos que necesitarán a un segunda dominante con cierto renombre en Taranaki». La idea revoloteó en su cabeza durante un tiempo, pero una tragedia familiar, la muerte en un accidente de su hermano pequeño Tommy, pareció aparcar la idea.

Los chicos de la familia Barrett.
Los chicos de la familia Barrett.

Sin embargo, Robyn insistía en salir a ver mundo. Y con la casa llena de niños tomaron la decisión y aceptaron una oferta de Irlanda. El 5 de enero de 2000 los Barrett tomaban un avión rumbo a Irlanda, donde pasaron 16 meses. Kevin, Robyn, Kane (el mayor de sus hijos), Beauden (8 años), Scott (6), Blake (4), Jordie (3) y la bebé Genna. Toda una aventura en la que no participaron Zara y Ella, que nacieron a su regreso a Nueva Zelanda.

Smiley, a sus 34 años, reforzó la maltrecha delantera de los Bucaneers, un modesto equipo de Connatch que ofreció a los Barrett la posibilidad de disfrutar de la ansiada aventura europea. Mientras el padre repartía mandobles y placajes a voluntariosos mastuerzos irlandeses en la A-Irish League, sus hijos probaban otros deportes en Ballinacree. Beauden destacó rápidamente jugando al fútbol, donde no ocultaba su preferencia por equipos como el Manchester United o el Real Madrid. También se le dio muy bien el fútbol gaélico, un híbrido entre el rugby que jugaba en Taranaki y el fútbol que había aprendido a jugar en Irlanda. Todos quedaron maravillados por su capacidad para pegarle con las dos piernas.

Mientras Scott (1.96 metros y 116 kilos) mostraba el mismo compromiso físico que su padre, Beauden fue desarrollando un flair que sin duda provenía de la genética de su madre, jugadora de netball, corredora de campo a través y jugadora de la selección de baloncesto de Nueva Zelanda Sub-18 en su día. «Piensan como su madre y chocan como su padre», advirtió en cierta ocasión risueña al ser preguntada por la receta del éxito de los Barrett. En realidad el deporte había estado siempre presente en sus vidas. Los partidos en el patio de la granja, bautizado como el ‘Barrett Cricket Ground’, eran palabras mayores. Eso lo acompañaban de una genética priviliegiada por parte de ambos padres y una alimentación sana en la que la leche de la granja era el combustible perfecto para alimentar a aquella legión de niños.

Como Robyn había jugado al baloncesto, los niños también probaron con la canasta, deporte que les permitió adquirir un buen manejo de la bola, habilidades aéreas, vista periférica y coordinación en el timing para el salto. Y a eso sumaron una afición que aún hoy mantienen, el golf, una de las disciplinas que Beauden utiliza de forma recurrente para evadirse.

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Al regreso de Irlanda los Barrett retomaron la práctica del rugby, donde rápidamente comenzaron a destacar. Kane tuvo que dejarlo tras sufrir una conmoción en una partido con los Blues. Scott era el vivo retrato de su padre. Honesto, duro y trabajador en la segunda línea. Y Beauden demostraba una capacidad innata para desestabilizar desde atrás, siempre con las dos manos en la pelota, su característica zancada larga, un magnífico manejo de la bola y un juego aéreo intachable que le convertían en un tres cuarto expansivo. Siempre pasaba algo a su alrededor.

Aquello llamó la atención de Sir Gordon Tietjens, el seleccionador de 7 neozelandés, que lo convocó para jugar las Series Mundiales de 2010 en Inglaterra y Escocia. A la vuelta Taranaki, el equipo de la familia, le citaba para la Copa ITM y año más tarde la franquicia de los Hurricanes le ponían encima de la mesa un contrato. Todo lo que viene detrás es sobradamente conocido.

Scott, Beauden y Jordie Barrett posan con la camiseta de los All Blacks. / NZRU
Scott, Beauden y Jordi, los Barrett.

Hoy nadie discute que Beauden Barrett es el mejor jugador del mundo. En un deporte coral y en un equipo que despliega la excelencia el hijo de Smiley lleva la batuta. Inteligente en la toma de decisiones, brillante en la lectura táctica, valiente en el contacto y poseedor de un don para el desequilibrio que mezcla la elegancia de la escuela francesa de Sella y Blanco con la exuberancia ofensiva de su compatriota Chris Cullen, el Expreso de Paekakariki. Recibió la camiseta número 10 de los All Blacks de Carter y amenaza con hacerla más grande. Si no lo ha hecho ya.

El pasado 8 de julio los Barrett Robyn y Smiley eran testigos en las gradas de un hecho histórico. Se produjo durante el último Test de la serie entre los All Blacks ante los British & Irish Lions (15-15). Después de que en julio ante Samoa no coincidieran en el campo por minutos, ante los ‘turistas’ Steve Hansen hizo coincidir en el campo a Beauden, Scott y al joven Jordie, un zaguero con la talla de su padre y el talento de su madre. La primera vez en la historia centenaria de los All Blacks que tres hermanos eran alineados al tiempo. Kevin, más sonriente que nunca, advertía ufano: «Ya lo dije al retirarme en Taranaki. Me iba a de dedicar a criar All Blacks». Así fue. Y sin saberlo es uno de los culpables del nacimiento del Beaudenismo, la nueva religión oval. Preguntado por ello, el padre, socarrón como siempre, dejó una frase imperdible: «Si Beauden es Jesús, entonces Smiley es Dios». Dicho queda.

 

 

 

 

 

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